Nuestro amor a Dios no es mayor que nuestro amor por nuestros semejantes. El amor de Dios no cambia según las circunstancias. Está firmemente arraigado. «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano.» (1 Jn 4,20-21).
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