Gustav Allan Pettersson (19 de septiembre de 1911–20 de junio de 1980) fue un compositor sueco considerado como uno de los más importantes sinfonistas del siglo XX en su país. Nació en el seno de una familia pobre y de sus padres él mismo decía: «Mi padre era un herrero que había dicho no a Dios, pero no al alcohol. Mi madre era una mujer devota que cantaba y jugaba con sus cuatro niños». Tuvo la oportunidad de empezar a estudiar música hasta alrededor de los 20 años de edad en el Conservatorio Real de Estocolmo, en donde cursó violín y viola, así como armonía y contrapunto hasta llegar a convertirse en un violista distinguido que empezó a escribir canciones y piezas para pequeñas orquestas de cámara. Fue luego, en los años 40s violinista en la Orquesta de la Sociedad de Conciertos de Estocolmo. A partir de los años cincuenta, abandonó la interpretación para dedicarse a la composición profesionalmente.
Existe cierto consenso en que tras Shostakovich el más grande sinfonista de la segunda mitad del siglo pasado fue Pettersson, pero para el mundo, Pettersson sigue siendo un gran desconocido. Su obra colosal, novedosa y profunda como pocas es interpretada muy poco. Como cosa curiosa, la música de Gustav Allan Pettersson, bebe de la fuente de Nielsen, pero también de Shostakovich, Sibelius y Mahler así como de una especie de Heavy Metal, ya que literamente, Pettersson expresa que componía con esta música de fondo, ya que tenía vecinos rockeros.
Su Sinfonía 7, constituye su obra más célebre. La situación que vivió de niño más una enfermedad degenerativa y terriblemente dolorosa que sufría, hacen de su su obra una biografía que deja ver un espíritu crucificado, pero escrita sin una pizca de autocompasión. Escrita como un movimiento continuo presenta un cierto esquema: Un primer cuarto que se abre con dureza, dando paso a una figura rítmica en los trombones que recuerda el trágico pulso de una chacona. Algún rayo de luz de las cuerdas se filtra ocasionalmente. Tras un clímax violentísimo la música se vuelve más crispada en los metales y percusión interrumpidos por dolorosísimas intervenciones de la cuerda en un sobreagudo. El efecto es emocionalmente devastador. En el tercer cuarto podemos advertir una sección muy lírica con una bella expansión de las cuerdas. Tras otros clímax violentos la música se abre paso a la cuarta parte, en la cual las dolorosas fanfarrias y toques de tambor abren paso a un discurso de abandono absoluto que hacia el final permite la reaparición del tema de los trombones mientras la cuerda y maderas filtran una melodía de belleza indescriptible produciendo uno de los momentos más sentidos del la historia del sinfonismo. Y el milagro es que esto no se detiene, Allan Pettersson nos sumerge en la noche más oscura sin soltarnos por un segundo. Al ritmo de la barca de la isla de los muertos nos adentramos no precisamente en la muerte, sino en la tristeza del abandono que esta produce dejándose oír una música con un grado de sentido abandono y belleza al mismo tiempo que es solamente comparable a la Décima Sinfonía de Malher. En los funerales de Pettersson se tocó en grabación esta Séptima sinfonía. Los últimos 30 minutos son impresionantes. ¡Escuchen ustedes mismos!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario