Hay personas que son un auténtico ejemplo para la sociedad, por sus valores y cualidades. Es el caso del padre Ignacio Larrañaga, que está considerado como uno de los católicos más leídos del mundo, con 16 obras que han sido traducidas a 10 idiomas. Cada libro del padre Larrañaga es siempre un acontecimiento. Las obras del padre Ignacio Larrañaga proporcionan análisis y soluciones, doctrinas y orientación para las necesidades y los problemas del ser humano, que han ayudado a millones de personas en todo el mundo a experimentar la alegría de vivir y alcanzar la paz espiritual. Ahora se ha publicado una nueva edición de «Sube Conmigo», un libro que está dirigido a quienes viven en comunidades religiosas, a cristianos que de alguna manera están integrados en grupos eclesiales, en grupos juveniles y en otras asociaciones laicales.
Hoy recomiendo la lectura de este libro porque, fuera de algunos apartados específicos, sus ideas y orientaciones pueden perfectamente ser transferidas al ámbito matrimonial y de la familia en general y, en tiempos difíciles como los que vivimos, puede dar innumerables tips en ricas ideas para vivir y trabajar en equipo.
Para poder vivir en comunidad y mantenerse amando, hay que derribar murallas divisorias: antipatías, agresividades y toda violencia compensadora; liberarse de la imagen inflada de sí mismo, de narcisismos y de cualquier apropiación. Es necesario superar la ansiedad, la angustia y las depresiones, e imponer las convicciones de fe sobre las reacciones primarias. Larrañaga ayuda a entender cómo en la vida e comunidad, amar es respetarse, adaptarse, perdonarse, comprenderse, aceptarse, comunicarse, acogerse, dialogar, vivir juntos. Las ideas de «Sube Conmigo» son aplicables, como digo, a las comunidades religiosas, pero también, en casi su totalidad, a la esfera matrimonial —primera comunidad cristiana y tan debilitada en nuestra época— y en general a la vida de familia, que debe ser una comunidad de vida y amor.
El libro enfoca la temática desde la soledad, solitariedad y solidaridad; continúa con el misterio de la fraternidad, las condiciones previas para amar, el sentido del amor y el amor como eje de las relaciones interpersonales.
Dios creó al hombre para que no estuviera solo, aislado, encerrado en sí mismo, sino para que compartiera con los demás, como hermanos, todas las dificultades cotidianas. El hombre necesita del otro (su hermano) para complementarse y crecer humanamente, porque ningún ser humano es completo en su personalidad ni perfecto. Pero, a causa del pecado, el hombre ha perdido esos dones y urgentemente necesita recuperarlos, con sacrificio y perseverancia. La fraternidad, la vida de comunidad, es herida a causa del “orgullo, vanidad, envidia, odio, resentimiento, rencor, vergüenza, deseo de poseer personas o cosas, egoísmo y arrogancia, miedo y timidez, angustia y opresión”. Todos somos llamados al trabajo de mantener viva la comunidad y de restaurar las fuerzas que la sostienen, a la vez que somos corresponsables de luchar contra lo que acaba con la vida de comunidad, dándonos cuenta, como el autor describe, que “estamos levantando el muro de la fraternidad con piedras desiguales.” Sin Cristo hay discordia, odio, desprecio entre el hombre y su hermano, por eso sin él no se puede hacer vida de comunidad.
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