domingo, 19 de junio de 2016

«DIOS EXISTE Y YO ME LO ENCONTRÉ»... El relato de una conversión

Hace tiempo hablé de un escritor a quien sus padres criaron como ateo hasta que se convirtió al catolicismo  a los 20 años de edad, tras tener una visión sobre "un mundo distinto, de un resplandor y una densidad que arrinconan al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos", según dejó escrito y lo hice hablando de un libro que escribió sobre Maximiliano Kolbe. Me refiero a André Frossard de quien ahora comento su libro «DIOS EXISTE Y YO ME LO ENCONTRÉ», que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

No es frecuente en los últimos siglos que el relato en primera persona de una conversión alcance tantas ediciones y pueda encontrarse aún en las librerías después de treinta años. Ése es el caso de este libro, que se ha convertido en un clásico del género autobiográfico y testimonial. La vivencia que describe es atrayente y luminosa, pues la conversión de Frossard se incluye claramente entre aquellas que son fruto de una gracia que algunos escolásticos llaman "tumbativa". El propio escritor describe su caso con estas palabras: "Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde en la capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que ya no era de la tierra".

André refleja cual era su modo de ver el mundo y la vida. En una fórmula que resume su ateísmo, declara: “Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo... El ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema”. 

Cuando André tiene alrededor de 18 años, inicia una curiosa amistad con un joven mayor que él. Amistad extraña, pues aquel joven de unos 23 años, Willemin, había recuperado la fe después de haberla perdido a los 15 años, y tenía puntos de vista muy diferentes de los del hijo de Ludovic Oscar Frossard. Se establece entre los dos una profunda simbiosis. André y Willemin discuten, discuten, para ver quién arrastra al otro a su partido. Parece que hay un empate total, pues después de cada conversación los dos mantienen, inamovibles, sus respectivos puntos de vista. El tiempo pasa, y André ya tiene 20 años. La vida no le resulta desagradable, y las aventuras amorosas le permiten satisfacciones pasajeras e intensas. 

El verano de 1935, sin embargo, se prepara una sorpresa, algo inesperado, algo extraño. Es el día 8 de julio. André acaba de conocer a una chica alemana que “promete” una buena aventura amorosa (sin mayores compromisos). Está muy ilusionado y satisfecho con lo que la vida le está dando. Willemin lo invita una tarde a cenar juntos. Antes quiere rezar en una iglesia. Cogen el coche, y vagan por las calles de París. ¿Cuál es el estado de ánimo de André en ese momento de su vida? Según sus palabras, todo “va bien”. “Mi salud es buena; soy feliz, tanto como se puede ser y saberse; la velada se presenta agradable, y espero” —comenta en el libro—. Willemin detiene el coche junto a una iglesia. Le pide a André que aguarde unos momentos, que tiene que hacer algo allí dentro. André espera tranquilo, indiferente. El tiempo pasa, y Willemin tarda en salir. Al final, André se decide a entrar para buscar a su amigo, para ver por qué tarda tanto. André está dentro de ese extraño edificio. Observa los detalles arquitectónicos y artísticos de una iglesia neogótica. Busca en la penumbra a su amigo. Observa a un grupo de religiosas que están rezando ante Jesús Sacramentado, y a algunos fieles. Sus ojos escrutan, una y otra vez, para vislumbrar a Willemin. De repente, algo ocurre, se abre un horizonte inesperado. André describe lo que pasó en esos momentos cruciales, decisivos, imprevistos: “Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido. Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: vida espiritual. No me son dichas, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún... la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y del que me doy cuenta de que es dulce; con una dulzura semejante a ninguna otra, que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con ese nombre, sino una dulzura activa que quiebra, que excede a toda violencia, capaz de hacer que estalle la piedra más dura y, más duro que la piedra, el corazón humano. Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no es sino la exultación del salvado, la alegría del náugrafo recogido a tiempo..."

André Frossard conservó vivo, fresco, el recuerdo de aquel encuentro, de esa presencia de un Dios dulce, bueno, misericordioso. El testimonio de André Frossard termina con una frase breve, lacónica, expresiva al máximo, que en cierto modo recoge la experiencia que cambió su vida: “Amor, para llamarte así, la eternidad será corta”.

André Frossard —de la Academia Francesa— ha sido uno de los intelectuales más influyentes de Francia durante el siglo XX.



André Frossard,
"Dios existe, yo me lo encontré",
Ed. Rialp
Madrid, 24 edición.
176 páginas.

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