domingo, 16 de febrero de 2014

«La Cuarta Sinfonía de Beethoven»...una esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicos

Hay quienes dicen que las sinfonías de número impar de Beethoven son obras majestuosas, mientras que las pares son remansos tranquilos. Éste es el caso especial de la Sinfonía n.º 4 en Si Bemol Mayor, que contrasta –encontrándose en medio de ellas– con la inmensamente heroica Sinfonía n.º 3 en Mi bemol mayor y la trágica Sinfonía n.º 5 en do menor. Robert Schumann dijo que esta obra era «una esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicos». Esto es explicable, pues cuando escribió esta sinfonía en 1806, era la etapa más tranquila de su vida. Luego de regresar de Ejercicios Espirituales, en un espacio de silencio y reflexión, me viene bien escucharla y por eso la comparto esta semana. Hasta le fecha, esta sinfonía, atrapada entre dos grandes lumbreras, permanece hasta el día de hoy –casi doscientos años después de haber sido compuesta– relegada al último lugar en la admiración de músicos, intérpretes, directores, orquestas, académicos y público en general. Es la menos interpretada de todas las obras sinfónicas de Beethoven, como si una sombra que nada tiene que ver con ella, se hubiese posado sobre su angelical partitura.

La Sinfonía n.º 4 en si bemol mayor, op. 60, de Ludwig van Beethoven fue compuesta en 1806. Dura alrededor de treinta y tres minutos. Fue dedicada al conde Franz von Oppersdorff. Nacida en una época de profunda fertilidad compositiva, nace a partir de la devastación que el defecto auditivo en progresión, ocasionó en su atormentado compositor. No obstante –aunque suena cruel anotarlo– la sordera fue la clave que permitió a Beethoven conocer a su propio yo, despertando ese espacio de la música que en su interior habitaba, su sí mismo. Si bien la Cuarta, dadas las formas musicales empleadas en cada movimiento, pareciera un retorno al estilo tradicional de la forma sinfónica –lo cual es notable si se le compara con la Tercera Sinfonía, musicalmente revolucionaria para su época– no supone una regresión a estilos “superados”, ni la respuesta a un calamitoso estado de silencio inspirativo. La Cuarta es el testimonio del poder introspectivo y filosófico del compositor, de esa revelación que le impone manifestar a través de la belleza musical –suavemente meditativa o de alegría expresa– el conocimiento de lo que ha sido, de lo que es y de lo que llegará a ser, merced a su lenguaje artístico. Ahora Beethoven sabe y siente el marmóreo edificio que edificará en lo sucesivo: ya no será el mismo ni como hombre ni como compositor, siendo la Cuarta Sinfonía esa frontera consciente trazada por él mismo entre su estilo previo y el nuevo, donde recoge todo el sentido de la belleza artística que prefigurará su poder compositivo ulterior a una escala superior inimaginable y cada vez más elevada, y señalará el camino hacia las áureas regiones de la más perfecta sublimación de la perfección musical.

La Cuarta Sinfonía constituye por sí misma y en toda su grandeza, una revelación más alta que toda filosofía, para emplear los términos del propio Ludwig y aplicarlos a su magna Cuarta, situada entre sus gigantes Tercera y Quinta, lo que en palabras del gran compositor Robert Schumann (1810-1856), supone una “esbelta doncella griega entre dos colosos nórdicos”.

Dirigida por Thielemann:


Dirigida por Daniel Barenboim:

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