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domingo, 2 de marzo de 2014
Cápsula Bíblica 1110
Para los israelitas, vida y muerte dependen de fuerzas misteriosas que pertenecen a Dios, no al hombre. Por respeto, la Biblia nos muestra, en el Antiguo Testamento, que no se toca lo que está ligado de modo especial al nacimiento, a la propagación de la vida, a la muerte. El que lo toque, aun por necesidad, se vuelve impuro. Entonces tiene que purificarse con baños rituales, con sacrificios de expiación o con ofrendas, según el caso. Es lo que le sucede a quien toca un cadáver, o a la madre cuando le nace un hijo (Lev 12, 2-8). El evangelista San Lucas (Lc 2, 22) nos habla de la purificación de María después del nacimiento de Jesús; ella se «purificó» no del pecado o cosas parecidas, sino del contacto que tuvo con algo muy grande, sagrado, el nacimiento del niño. En otro sentido de la Biblia, son impuros también algunos alimentos (Lev 11), porque perjudican la salud o porque, siendo usados en el culto de otros pueblos, ofenden la pureza de la vida israelita. Los profetas insisten más en la pureza moral, en la justicia. El Nuevo Testamento profundiza esta línea: previene contra las solas actitudes externas y va a la raíz de la cuestión (Mc 7, 14-23; Rom 14). Cristo fue quien nos purificó con su muerte: de ahí el valor y las exigencias del bautismo como baño purificador.
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