martes, 2 de septiembre de 2014

Cápsula 1291

El hombre, a través de la historia, en su afán por dominar el mundo y saber el futuro, ha acudido a todo tipo de señales y prácticas mágicas, supersticiosas y hechiceras: el sortilegio, los encantamientos, la oniromancia, la nigromancia, la adivinación por medio del agua, el fuego, el vuelo y el canto de las aves, la observación de los astros y muchas cosas más, la evocación de los muertos y la pretendida comunicación con los espíritus. Los judíos estaban en contacto con pueblos supersticiosos (Ex 7, 9; Is 47, 12-15), por lo que estas prácticas estaban prohibidas y severamente castigadas (Lv 19, 31 y 20, 6; Dt 18, 9-14). Se prohibían también las mezclas de carácter mágico (Dt 22, 5-11). Por supuesto, en el Nuevo Testamento, se continúa con esta prohibición de todo lo relacionado con la adivinación. En el Nuevo Testamento los apóstoles confrontan a los adivinos. San Pablo mandó que un espíritu maligno abandonase a un joven esclavo que hacía la fortuna de sus dueños. Por ello, Pablo y Bernabé fueron apresados, encarcelados y azotados. En la ciudad de Filipo, San Pablo encontró obstáculos por razón de una joven esclava poseída por un espíritu de Pitón al que ordenó salir (Hechos 16,18). La adivinación lleva al espíritu maligno, el enemigo de Dios. En la actualidad, los hombres siguen ofendiendo a Dios por medio de estas prácticas. Algunos llegan hasta vender su alma con tal de recibir del demonio lo que buscan. No es extraño que el demonio otorgue poder temporal a sus clientes a cambio de su alma.

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