domingo, 25 de agosto de 2013

«El Llano en llamas»... Una obra maestra del Juan Rulfo

«El Llano en llamas» es un título de más que conocido entre los libros del popular escritor mexicano Juan Rulfo —cuyo nombre consignado en el acta de nacimiento es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno—. Una recopilación de cuentos que en su primera edición, en el año de 1953, estaba compuesta por quince relatos, algunos de ellos publicados antes en algunas revistas de la época. A partir de 1970, fecha de la segunda edición, revisada por el autor, se añaden dos cuentos más, haciendo un total de diecisiete relatos que conforman la versión definitiva. Este año se cumplen 60 años de su primera publicación y quiero invitar a mis siete seguidores a leer o a volver a leer estos relatos.

Varios de los cuentos que desdobla Juan Rulfo en esta magnífica obra literaria, se desarrollan en el poblado de Comala, un lugarcito del estado de Colima, México, escenario también de su novela Pedro Páramo, de la que seguramente hablaré en otra ocasión y que fue publicada dos años después que estos cuentos. El paisaje que Rulfo nos describe es siempre seco y árido, y en él vive gente solitaria, silenciosa y miserable, campesinos mexicanos que sobreviven sin esperanza tras el fracaso de la Revolución mexicana.

Algunos de los cuentos que forman el libro pueden situarse históricamente en la época de la Revolución de 1910 y la Cristiada, como el que da título al libro y “La noche que lo dejaron solo”, o en el período inmediatamente posterior a estas, como “Paso del Norte”, que trata de la emigración de los campesinos mexicanos a Estados Unidos huyendo de la miseria, o “Nos han dado la tierra”, sobre las consecuencias de la Reforma Agraria.

Esta obra puede clasificarse dentro del realismo mágico, ya que Rulfo recrea un ambiente a lo largo de los cuentos con seres que viven en un estado de magia. El presente para ellos es trágico y la nostalgia del pasado y el recuerdo es una constante. El autor logró retratar la problemática del campo y la provincia jaliscienses utilizando un lenguaje popular en una narración, en su mayor parte, en la voz de los personajes o en tercera persona. Si bien la narrativa de Juan Rulfo se caracterizó por expresar la realidad del hombre mexicano, su drama existencial concreto y producto de su historia, no hizo un relato de los hechos de la Revolución, ni una literatura panfletaria, sino que en la mayoría de sus obras, planteó un conflicto subjetivo con raíces en la historia mexicana. 

Rulfo situó sus cuentos —los de este libro y muchos otros más— indistintamente dentro de la Revolución o fuera de ella. No narró la Revolución sino que mostró hombres, mexicanos concretamente, que eran el resultado de la historia de México. Los hizo transitar escenarios realistas, pero con un carácter de símbolo de esa misma historia. Por esta razón en su literatura el «aquí» y el «allá» se mezclan en un espacio indefinido, y el pasado y el presente parecen ser uno en su obra. 

El tema más importante de la obra y lo que aparece en cada cuento es la miseria de la tierra: La miseria de la tierra es como un telón de fondo en donde se desarrolla la narración. El hombre aparece sin esperanzas, triste e incapaz de luchar por mejorar su situación, de manera que la obra es además una crítica social. La religión juega un papel muy importante en los cuentos: Muchas veces es mezclada con supersticiones o creencias populares. En las diferentes historias se deja ver que los clérigos, ocupados en otros asuntos, niegan el apoyo a los más necesitados. Los relatos muestran la soledad del pueblo mexicano y la incomunicación: Todo parece estar detenido: el tiempo, las cosas, los hombres. Las ideas se repiten constantemente, igual que las frases. No hay posibilidad de comunicación, el presente es incierto, no hay expectativas de futuro y la vida propia ajena no tiene valor. Casi todos los cuentos del libro giran en torno a un hecho sangriento y, aunque por momentos los personajes parecieran tener esperanzas, estas se pierden. La muerte y la violencia son partes de la vida cotidiana, retratando así la situación que, por años, ha sido parte del devenir de la cultura mexicana. El uso indistinto de los adverbios y la imprecisión temporal convierten al pasado en un presente continuo. En vez de representar cierta realidad de manera mimética, Rulfo procede a la mitificación de las situaciones, los tipos y el lenguaje del campo mexicano, proyectando así la ambigüedad de la cultura mexicana. El autor logró retratar la problemática del ser y quehacer del mexicano, a través de un realismo mágico que autores como Jorge Luis Borges y García Márquez le reconocen ampliamente. 

Ahora, para comprender mejor el estilo del libro de esta semana, viendo su génesis, quisiera —aunque parezca largo y cansado— hacer un recorrido por las épocas de la vida del autor. Por supuesto, quien guste, puede omitir todo esto y pasar directamente a la lectura de «El Llano en Llamas» en papel o en la edición digital en el enlace que propongo.

El 30 junio de 1945 la revista América publicó el primer texto que de Juan Rulfo (1917-1986) se conoce: el relato “La vida no es muy seria en sus cosas”. Él acababa de cumplir en aquel entonces 28 años. Así se inició, editorialmente, una de las carreras literarias más extrañas y sorprendentes de la literatura hispanoamericana. Pero su gestación como escritor comenzó en el verano de 1932. Juan quiso ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero una larga huelga —que se prolongó por más de dos años— le llevó al Seminario Conciliar de San José, en Guadalajara: el escritor señaló “No me gusta el seminario, no quiero ser padre, pero me voy porque quiero recorrer el mundo”. Durante el verano de 1933 pasó a tercer año, el siguiente año reprobó latín; no quiso presentar el examen extraordinario y dejó el seminario en agosto de 1934.

En 1933 había realizado su primer viaje a la ciudad de México, y volvió entre el verano y otoño de 1935. Persuadido por un tío ingresó al colegio militar. El compositor Blas Galindo (1910-1993), nacido como Rulfo en San Gabriel, recordaba: “Una vez, ya de joven, regresó vestido de militar; traía su espadín y todo eso...”. Pocas semanas después desertó. La presencia indeleble de la violencia de la guerra cristera, pero sobre todo del asesinato de su padre a manos de un peón, fueron motivos que lo alejaron de la milicia. En diciembre de ese año el subsecretario de Guerra y Marina, general Manuel Ávila Camacho, recomendó al joven Pérez Vizcaíno con el jefe de Migración de Gobernación y al mes siguiente, el futuro escritor recibía su primer nombramiento en esta Secretaría, como “Oficial Quinto”. Al mismo tiempo intentó estudiar leyes en San Ildefonso. No lo consiguió. Tampoco pudo ingresar como alumno a Filosofía y Letras de la UNAM, pero asistió como oyente a ambas carreras. Sus certificados académicos fueron insuficientes y no eran —al igual que ahora y no sé por qué— reconocidos los estudios del seminario. Esos fueron, sin embargo, tiempos de grandes proyectos para el joven jalisciense, aunque nos los compartía con nadie; la timidez, la reserva y la pesadumbre siempre le siguieron.

Entre 1936 y 1946 Rulfo laboró en la Secretaría de Gobernación, en medio de muchos cambios de adscripción y no pocos viajes; ahí conoció a Efrén Hernández (1904-1958) que se convertirá en mentor, amigo y único lector de sus borradores. En este lapso se gestó toda su obra y empezó a publicarla en América y Pan. La austeridad y una salud frágil signaron estos primeros años de Rulfo en Gobernación en cuyas oficinas empezó a escribir —entre 1936 y 1937— “El hijo del desaliento”, esa novela fallida de la cual sólo quedó el fragmento “Un pedazo de noche”.

La revista Pan de Guadalajara —hecha por Juan José Arreola y Antonio Alatorre— en sus ocho meses de existencia le publicó a Rulfo “Nos han dado la tierra” (núm. 2) y “Macario” (núm. 6) en julio y noviembre de 1945. La relación que el escritor de tuvo con América, de cuyo consejo de colaboradores formó parte, fue prolongada y sólida. Efrén Hernández lo estimuló y auguró los alcances de su talento. En junio de 1946 (núm. 48) esta revista publicó el primer texto crítico sobre Rulfo, escrito por su director, Marco Antonio Millán, que anotaba: “Juan Rulfo se ha distinguido desde sus primeras letras publicadas, por una fresca sencillez soleada de tierra provechosamente llovida y por una hondura de visión poco comunes en nuestro medio literario, dentro del cual habrá de ocupar tarde o temprano el puesto que le van ganando sus pensamientos”. Y en diciembre de 1950, además de “El Llano en llamas”, aparece una nota anónima elogiosa sobre Juan Rulfo, hablando de la calidad de su obra y sus proyectos: “...cuya calidad empiezan a reconocer ya tirios y troyanos, no está conforme con ser considerado el que mejor de los cuentistas jóvenes ha penetrado el corazón del campesino de México. Ahora aspira a realizar una novela grande, con una compleja trama sicológica y un verdadero alarde de dominio de la forma, a la usanza de los maestros norteamericanos contemporáneos. Mientras realiza tal empresa estará imprimiéndose en nuestros talleres un volumen que recoge con algunos nuevos, los cuentos suyos publicados en estas páginas desde hace cuatro años”.

Se sabe que Efrén Hernández sacó del basurero textos que ahora son clásicos; el mismo cuentista, editor y librero escribió en febrero de 1948 con el seudónimo de Till Ealling: “Nadie supiera nada acerca de sus inéditos empeños, si yo no, un día, pienso que por ventura, adivinara en su traza externa algo de lo que delataba; y no lo instara hasta con terquedad, primero, a que me confesase su vocación, enseguida, a que mostrara sus trabajos y a la postre, a no seguir destruyendo. Sin mí, lo apunto con satisfacción, “La Cuesta de las Comadres”, habría ido a parar al cesto. No obsta, la ofrezco como ejemplo. Inmediatamente se verá que no es mucho lo que dentro del género se ha dado en nuestras letras de tan sincero aliento.”

En junio de 1951 se publicó en el número 66 “¡Diles que no me maten!” y concluyó, así, la serie de cuentos publicados en Pan y América, antes de reunirse en «El Llano en llamas». La aparición de los cuentos nos deja ver la pausada constancia del escritor; al mismo tiempo que iniciaba los bosquejos de nuevos textos moldeaba y pulía los ya terminados.

Los cuentos publicados en América suman ocho, aunque el primero, “La vida no es muy seria en sus cosas”, no se incluye en «El Llano en llamas»; este libro contiene en su primera edición —además de los relatos publicados en Pan y en América— los siguientes: “El hombre” (cuyo título original fue “Donde el río da vueltas”), “En la madrugada”, “Luvina”, “La noche que lo dejaron solo”, “Acuérdate”, “No oyes ladrar los perros”, “Paso del Norte” y “Anacleto Morones”, nunca publicados antes en periódicos o revistas.

Una cosa más que quiero añadir en esta larga introducción: en Juan Rulfo, el arte del silencio es un dato significativo y en los primero relatos deja que las imágenes hablen. Todos los textos que Rulfo publicó en América, los acompaña de fotografías tomadas por él mismo, hasta que se reúnen en un libro, pues le encantaba la fotografía. Desde entonces el escritor y el fotógrafo, que son la misma persona, no vuelven a compartir sus espacios en textos de ficción. Para Rulfo la fotografía es sólo una afición; claro, tampoco se consideró un escritor profesional (en 1959 le dijo a José Emilio Pacheco, “El oficio es para los carpinteros. Si el escritor lo adquiere ganara en artesanía lo que pierde autenticidad”). Fotografiar para Rulfo era poner el punto final a un relato. Para él las imágenes forman parte del texto, no lo ilustran. Las imágenes en Rulfo llegaban para ocupar los espacios blancos del recuerdo, ese lugar donde hasta la palabra se convierte en ruido o desaparece en un fugaz pasado. La inserción de fotografías en sus relatos, suspenden el fluir del relato, crean hiatos de lectura.

Sobre el proceso de creación de este, su primer libro, Juan Rulfo señaló a Elena Poniatowska en 1980 que desde la década de los cuarenta “ya tenía yo escritos la mayoría de los cuentos y otros más que nunca aparecieron ni aparecerán jamás porque escribí cerca de cuarenta o cincuenta cuentos pero los que entregué al Centro Mexicano de Escritores fueron quince cuentos, menos de la mitad...”

«El Llano en llamas», en su primera edición, se terminó de imprimir el 18 de septiembre de 1953 (número 11 de la Colección Letras Mexicanas), con viñeta de Elvira Gascón. Los textos incluidos en la primera edición son: “Macario”, “Nos han dado la tierra”, “la Cuesta de las Comadres”, “Es que somos muy pobres”, “El hombre”, “En la madrugada”, “Talpa”, “El Llano en llamas”, “¡Diles que no me maten!”, “Luvina”, “La noche que lo dejaron solo”, “Acuérdate”, “No oyes ladrar los perros”, “Paso del Norte”, y “Anacleto Morones”.

En 1955 se publican “El día del derrumbe” (México en la Cultura, núm. 334) y “La herencia de Matilde Arcángel” (Cuadernos Médicos, núm. 5); Metáfora también lo publica (núm. 4) con el título “La presencia de Matilde Arcángel”. Estos dos cuentos se agregaron a partir de la novena reimpresión —de la colección Popular del Fondo de Cultura Económica— de 1970, edición en la cual se suprimió “Paso del Norte”. Este cuento reapareció en la colección Tezontle en 1980 (que coincidió con el Homenaje Nacional que el gobierno mexicano tributó al escritor), aunque se le suprimieron 17 líneas. Ya en 1977 se publicó en la edición de Biblioteca Ayacucho, pero en esta edición fueron 39 las líneas que desaparecieron, respecto de la primera edición.

Habrá que preguntarse si “Paso del Norte” no convenció estilísticamente a su autor; si al final deseaba desaparecer cualquier vestigio que vinculara, en su ficción, a la capital del país con la provincia, o si sólo quiso evitar posibles repercusiones políticas. El dolor que le dejó la guerra y la muerte agitada e intempestiva del padre y muchos parientes, lo volvió cauteloso ante la Iglesia y el Estado. Es explicable si recordamos que en su propia familia había cristeros y anticristeros. 

Durante más de tres décadas «El Llano en llamas» se inició con “Macario”, pero en la revisión de 1979 se cambió el orden de los cuentos. Rulfo se propuso un orden cronológico, no de publicación sino de escritura. En fin, los cambios que han tenido los cuentos no han sido pocos: en los manuscritos; en las publicaciones periódicas y después en las distintas ediciones del Fondo de Cultura (la última fue en 1996, una edición facsimilar de la primera), sin contar las erratas y los cambios de puntuación que los correctores hicieron en la primera edición y las sucesivas reimpresiones. Además de todas las variantes de las ediciones extranjeras; por ejemplo Planeta de España cambió palabras al español peninsular. Las ediciones críticas conocidas son la de la colección Archivos, de la Unesco, la de Cátedra. Y la Fundación Juan Rulfo publicó, lo que han llamado la edición “definitiva”, de Plaza y Janés (del Grupo Random House-Mondadori, que publica en los sellos Sudamérica en América del Sur y Debate para España), de la cual circula profusamente en México la edición de Biblioteca Escolar (su primera edición es de 2000 y en marzo de 2003 apareció la quinta reimpresión). En 1979 Rulfo mismo realizó, si no la única, sí la última revisión sus cuentos y su novela. 


Algunas ilustraciones de diversas ediciones del libro:


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